Tras vueltas y vueltas me decidí a pintar el living, tenía que correr los muebles, lijar, acarrear varios utensilios, para por último limpiar todo, hasta el más mísero pincel, ¡que bajón! No sabía por dónde empezar, el trabajo me llevaría por lo menos dos o tres días. Le puse un pomo de color al tarro de pintura para hacer más cálido el ambiente, cuando pasé el pincel por la pared me emocioné, resaltó el color sobre el viejo blanco, revolví con un palo el tarro de pintura como confirmándome en la acción, me embalé, subí el volumen de la música que tenía en el celu, volví a cargar el pincel y lo pasé otra vez, pero con más cuidado. Y así, con ese cuidad de que quede todo lindo, voló la tarde. Voló como cuando unos años atrás alguien dijo: ¡hagamos vino patero! Yo no quería hacer vino patero, tampoco sabía lo era, pero quería jugar a otra cosa. Vi que empezaron a sacar los racimos de uva del parral que estaba sobre el tapial, en el patio de mi nona. Se hicieron dos filas, una para cada balde, había que entrar descalzo, pisar un poco y acomodarse en la otra fila para después hacer lo mismo. Ese día nadie te retaba si te ensuciabas los pies o la ropa, daba la sensación que esa tarde estaba permitido todo. ¡Nunca imaginé que pintar el living podía llegar a ser tan divertido!