A lo largo de la vida el ser humano puede experimentar muchas dependencias. Temporales y permanentes, físicas y psíquicas; que pueden ser personas, lugares o cosas; como una amistad, un lugar de veraneo o un amuleto.
Hay algunas dependencias que lo elevan a uno. Otras que nos degradan, que nos quitan la elegancia. Yo tengo una adicción que a esta altura reconozco irremediable y que increpa a mi espíritu noble: Es la bolsa de agua caliente que conocí en algún inverno. No hay vuelta atrás después de experimentar dormir de esa manera. La conocí hace muchos años en la casa de mi Nona. Un día jugando en su cama encontré una botella de agua, algo que me pareció muy extraño. "¿Qué hace una botella de agua en la cama de mi nona?" pensé.
Como siempre no pregunté nada, pero como dice un tío: "Si es pa´ mí viene solo". Y así fue, un día vino la botella de agua caliente sin que la llame. La trajo la Nona cuando me quedé a dormir una vez sin aclarar nada y me la puso a los pies de la cama debajo de las frazadas. Era "una atención especial de la casa".
Todavía retengo claramente la imagen de la botella de Gancia entre las sábanas blancas en la cama de la Nona. A veces me da gracia verme a mí mismo llenar la bolsa de agua caliente con la pava y me río por dentro, aunque no sé qué es lo gracioso ¿Qué tiene de malo dormir calentito?.
Con los años pude desprenderme de muchos vicios de mi infancia: Del chupete, de los dibujitos, de caminar descalzo, de la luz del velador... Pero liberarme de la bolsa de agua caliente, como dice Capusotto: "¡Es imposible!".